viernes, 12 de febrero de 2010

El Islam.-
“Es el libro sagrado de los árabes si el califa está a la derecha todo el mundo tiene que arrodillarse a la derecha.
El Islam fue fundido por un discípulo que lo quiso coger”.
(09.03.89. 6º EGB)



“Los árabes eran malos, luchaban contra otros ejércitos los árabes mataban eran muchos soldados y los otros también.
Los árabes se fueron a luchar contra otro ejército, los árabes empezaron la batalla y casi la pierden, los otros murieron.
Los árabes fueron a luchar con los otros y los árabes perdieron la batalla, y ellos no conquistaron la ciudad. Y los otros conquistaron la ciudad”.
(10.03.89. 6º EGB)


Respuesta correcta
A comienzos del siglo VII surge una nueva fuerza religiosa, política, militar y cultural: el Islam. En poco tiempo se extendió desde Arabia por el Oriente Medio y por el norte de África, formando un vasto imperio.
Los habitantes de la península arábiga estaban repartidos en grupos tribales enfrentados entre sí, no había poder político que los uniera. Algunos eran sedentarios, aprovechaban las tierras fértiles de los oasis donde practicaban una agricultura rudimentaria. Otros eran nómadas, se dedicaban al pastoreo, al comercio o al pillaje.
Tampoco tenían una unidad cultural ni religiosa. Practicaban el politeísmo, adoraban a las fuerzas de la naturaleza.
Mahoma, influenciado por creencias judías y cristianas, predicó el Islam, religión monoteísta. Su doctrina está recogida en el Corán. Nació en La Meca (570), pertenecía a una familia de comerciantes-caravaneros pero de su ciudad natal tuvo que huir —Hégira, 16 de julio del año 622, fecha que marca el inicio del calendario musulmán— porque fue desterrado. Poco antes de morir había hecho una peregrinación a La Meca y rezó frente a la Kaaba, santuario que guardaba y guarda una Piedra Negra— posiblemente un meteorito—. Fue la única piedra-fetiche, de las que se veneraba en la Ciudad Santa, que el Profeta mantuvo como símbolo de unidad entre los musulmanes. Desde entonces todos los seguidores de esta doctrina rezan mirando hacia La Meca-Kaaba.
Se basa esta religión en la creencia en un solo Dios, Allah, y en la sumisión a su voluntad —esto quiere decir el Islam—. Su profesión de fe se reduce a la frase: “No hay más Dios que Allah y Mahoma es su profeta”.
Los “deberes” de todo buen musulmán son los siguientes: la oración cinco veces al día y el viernes la plegaria común en la mezquita, dar limosna a los pobres, ayuno durante el mes del ramadán —noveno mes del año musulmán, abstinencia total de alimentos, bebida, tabaco, perfumes, relaciones sexuales, dura desde el amanecer hasta la puesta del sol. El ramadán se termina con tres días de festejos—, la peregrinación una vez en la vida a la Meca, la guerra santa (34).
Después de la muerte de Mahoma, se recopilaron sus palabras, actos y recuerdos de su vida; se formó otro libro que se llama Sunna o tradición. Todos los musulmanes aceptaron y aceptan el Corán como libro sagrado, pero no la Sunna. Los que aceptan los dos libros se les conoce con el nombre de sunnitas y los que siguen solamente el Corán, shiitas. El sucesor del Profeta fue un pariente suyo, elegido como califa (35) (sucesor) y así sucesivamente hasta concluir en Alí, marido de Fátima, hija de Mahoma. Tras el óbito de éste —envenenado—, Muawiya fundó la dinastía de los Omeya estableciendo la capital en Damasco (661). El califa era asistido por uno o varios consejeros, los visires, y por numerosos funcionarios: los valíes (gobernaban las provincias), los ulemas interpretaban la ley coránica, los cadíes eran los jueces. Todos estos funcionarios ocupaban la cúspide de la sociedad musulmana.
Con el impulso de la religión —Guerra santa—, pequeños ejércitos muy móviles de árabes consiguieron victorias sobre otros más numerosos —bizantinos, persas—, ocuparon ciudades como Damasco, Jerusalén, Alejandría o fundaron otras como Bagdad, El Cairo. La población de las ciudades estaba formada por artesanos y comerciantes. Los artesanos musulmanes eran muy reputados en el trabajo del cuero, los tejidos, los metales, la cerámica. Como consecuencia de estas campañas militares, el Imperio bizantino perdió las provincias más ricas —Egipto, Siria— y el Imperio persa—sasánida (36)— desapareció.
Esta expansión fue continuada por la dinastía de los Omeyas. Conquistaron el norte de África y, después de la batalla de Guadalete, ocuparon gran parte de la península Ibérica. Por el Oriente llegaron a la India y al Turkestán, dominaron Chipre e intentaron, sin éxito, asediar Constantinopla.
La organización de este vasto territorio, fue posible gracias a los habitantes de las tierras conquistadas —sirios, persas, egipcios— que se convertían al islamismo, pagaban impuestos al califa, engrosaban sus ejércitos e incluso llegaban a ser funcionarios. Los Omeyas, desde Damasco, organizaron el imperio en provincias gobernadas por walíes (valíes) —solían ser árabes.
El árabe se convirtió en la lengua oficial. La mayoría de los musulmanes no eran árabes ni hablaban la lengua de éstos. La nueva religión se extendió por países que tenían su propia lengua y cultura. Sin embargo, el árabe se impuso muy pronto como vehículo de comunicación entre los países islámicos y como principal medio de expresión de la nueva civilización. A ello contribuyó que el Corán estaba escrito en esta lengua y en la que se celebraban los ritos religiosos. También era el árabe la lengua oficial de la Administración, desde Córdoba a Bagdad. Era la lengua de la cultura y el arte, en la que escribían los poetas, los filósofos, los científicos. Incluso, los judíos, los cristianos que vivían en territorio musulmán habían adoptado la forma de vida y de vestir.
La agricultura adquirió un gran desarrollo, el campo estaba en manos de grandes propietarios. Campesinos libres y esclavos trabajaban las tierras de las alquerías —casa de labranza alejada de un poblado— y de las huertas que rodeaban las ciudades. Se fomentaron o se expandieron nuevos cultivos —algodón, caña de azúcar, arroz, naranja, azafrán—, sistemas de regadío con el uso de la noria, los molinos. El comercio también salió muy favorecido, el dinar de oro fue la moneda de todo el imperio. De Asia, los comerciantes árabes traían sedas, especias, algodón; de Europa, metales, armas, esclavos, y de África, oro, marfil, esclavos negros. Las principales ciudades fueron Córdoba, El Cairo, Damasco, Bagdad...
El Islam desarrolló una brillante civilización. Se tradujeron muchas obras de los filósofos griegos, romanos. Este imperio sirvió de puente de enlace de otras culturas muy alejadas. Gracias a los árabes, los europeos conocieron la noria, el molino de viento, la pólvora, el papel —invento chino—, la brújula, la numeración actual (arábiga), adelantos en medicina —dominaron las técnicas de la anestesia y la cirugía; conocemos sus técnicas gracias a las obras de célebres médicos como Avicena, Averroes—, alquimia (37), el álgebra.
Las manifestaciones artísticas se manifestaban preferentemente en las ciudades, en las mezquitas, allí tenía lugar la oración en común, en los palacios, en los puentes, murallas, jardines, bibliotecas, baños públicos. Los edificios eran sobrios y de arquitectura muy simple en el exterior, en contraste con la riqueza y exuberante decoración interna. El arte islámico era reacio a la representación de la figura humana y en general de seres animados (38) por lo que la decoración se basaba en elementos florales y dibujos geométricos. También destacaron en el trabajo de la madera, el marfil, fabricación de tejidos, tapices y la industria de la cerámica y el azulejo.
En el año 750, los Omeyas fueron eliminados por una guerra civil. Otra dinastía, la Abasí (39) ocupó el poder, trasladó la capital a Bagdad y este imperio apenas creció más.
A principios del siglo VIII los ejércitos musulmanes habían llegado ya hasta el norte de África. En el año 711, el gobernador Tariq de Tánger, cruzó el estrecho de Gibraltar con un contingente de 12 000 hombres, en su mayoría beréberes (40) recién convertidos al Islam y derrotaron a los visigodos en la batalla de Guadalete. Al año siguiente desembarcó una segunda expedición, integrada por 18 000 hombres, mayoritariamente árabes, dirigidos por Musa. En apenas cinco años dominan casi toda la Península —se detuvieron frente a las regiones montañosas del noroeste—. Los francos, dirigidos por Carlos Martel, los derrotó en la batalla de Poitiers.
La facilidad con que los musulmanes dominaron la Península se explica por la debilidad de los visigodos y por la habilidad de los invasores, fueron capaces de atraerse a la población local. Muchas ciudades se rindieron mediante pactos de capitulación y muchos nobles visigodos conservaron su libertad, sus bienes e incluso su religión a cambio de sumisión al dominio musulmán.
Llamaron al-Andalus a la Península y establecieron su capital en Córdoba, allí residía el emir, gobernador nombrado por el califato de Damasco. La inmensa mayoría de los hispanovisigodos se convirtieron al islamismo, aceptaron el idioma árabe, las costumbres, el vestido y recibieron el nombre de muladíes (renegados). Sólo un pequeño grupo mantuvo la religión cristiana, se les conocía con el nombre de mozárabes. Los judíos constituían una minoría muy activa, sobre todo en la economía.
Las mejores tierras y los cargos de gobierno recaían en los árabes, lo que provocó el descontento e incluso la rebelión de beréberes y muladíes. A su vez, el avance de la islamización motivó la huida de mozárabes hacia las tierras cristianas del norte.
El emirato de Córdoba dependía política y religiosamente del califato de Dasmasco. En el año 756, Abderramán I (Abd al-Rahman I), príncipe omeya que había escapado del exterminio de su dinastía por parte de los abasíes, logró llegar a al-Andalus, y se proclamó emir, dependía del califato de Bagdad en materia religiosa pero no políticamente. Durante 150 años, los emires de Córdoba procuraron consolidar un estado centralizado, islamizando a sus súbditos cristianos, desarrollando su economía y luchando contra los estados cristianos del Norte.
En el año 929, Abderramán III (Abd al-Rahman III) puso fin a su dependencia religiosa con Bagdad, adoptó el título de califa. Este califato —929 a 1031— se convirtió en el centro del comercio entre Europa y Oriente. Los valles del Guadalquivir, del Ebro o las huertas valencianas y murcianas eran unos vergeles que propician el renacimiento de las ciudades, en los zocos (mercados) se vendían cerámicas de Talavera, armas de Toledo, cueros de Córdoba, e incluso se exportaban por el mar Mediterráneo con destino a África o a Europa. Córdoba era una ciudad que tenía aproximadamente doscientos mil habitantes, ventiún arrabales (barrios), llegó a haber ochenta mil tiendas; León, capital cristiana de la misma época, apenas tenía siete mil. Fue también un centro cultural muy importante, la mejor biblioteca del mundo la poseía el califa Al-Hakam II, hijo y sucesor de Abderramán III, con más de cuatrocientos mil volúmenes.
La medicina estaba tan avanzada que los mismos reyes cristianos del norte solicitaban médicos musulmanes y los monjes europeos acudían al monasterio de Ripoll, en Cataluña, para estudiar la astronomía, las matemáticas aprendidas de los árabes —en Córdoba existía una universidad a la que llegaban maestros de Bagdad y de otras ciudades de Oriente.
Fue una época de grandes éxitos militares —Almanzor, general musulmán que logró restablecer el dominio árabe en la mayor parte de la Península—. Sin embargo, tras la muerte de éste (1002), el califato entró en un periodo de intrigas y luchas internas que precipitaron su final (1031), fragmentándose en pequeños reinos taifas —Sevilla, Toledo, Granada, Badajoz, Zaragoza, Valencia—. Continuaron siendo ricos y cultos pero no podían aguantar el empuje militar de los reinos cristianos, que cada vez avanzaban más su frontera hacia el Sur. Se vieron en la necesidad de solicitar ayuda a los estados del Norte de África, así, a finales del siglo XI y principios del siglo XII, acudieron los almorávides (41); más tarde los almohades (42).
Desde mediados del siglo XIII —después de las grandes conquistas de Fernando III de Castilla y de Jaime I de Aragón—, al-Andalus quedó reducido al reino de Granada, que fue conquistado por los Reyes Católicos a finales del siglo XV (1492).



(34) La guerra santa obliga a los musulmanes a combatir por su religión. El mismo Mahoma lo estableció así en el Corán: “Combatid en el camino de Dios a quienes os combaten, pero no seáis los agresores. Dios no ama a los agresores”. (Corán, Azora II, 186.)
(35) Los jefes musulmanes, a la muerte de Mahoma, adoptaron el título de califa —jalifat—, que significa sucesor. Se consideraban sucesores del Profeta. Más tarde, el título se interpretó como vicario de Alá —Allah—, los califas, además del poder militar y político, ostentaban el religioso. Dirigían las oraciones, que se hacían en su nombre en todo el mundo islámico.
(36) Dinastía persa que creó alrededor de la meseta del Irán el Imperio de igual nombre entre los años 224-651 d. J.C.
(37) Arte con que se pretendía hallar el modo de fabricar oro y el remedio para todas las enfermedades.
La alquimia nació en Egipto, de donde pasó a Grecia, y de ésta a Roma en tiempo del Imperio, desparramándose por toda Europa. Los árabes la tomaron de los griegos con el propósito de descubrir el elixir para conservar la juventud, realizando para ello infinidad de operaciones químicas y mezclas de substancias de todo linaje. Durante la Edad Media la alquimia tuvo un gran desarrollo, pero las prácticas empleadas en aquella época diferían muy poco de las usadas antiguamente por los egipcios y los griegos. En el siglo XIII hubo cuatro grandes alquimistas: Alberto Magno, alemán; Rogerio Bacon, inglés; y los españoles Ramón Llull y Arnaldo de Vilanova. En el siglo XV alcanzó su mayor apogeo (el inglés Jorge Ripley, el alemán Basilio Valentín, el escritor jurado de la Universidad de París Nicolás Flamel, el holandés Isaac y el español Enrique Villena. A pesar de todos los esfuerzos no lograron encontrar la piedra filosofal, ni el tal deseado elixir; pero pusieron las bases de la química moderna.
(38) El Islam ortodoxo prohibe las representaciones pictóricas o escultóricas de escenas religiosas. Únicamente los shiitas las permiten.
(39) Tercera dinastía de califas fundada en el año 750 —descendiente de Abbãs, tío de Mahoma— que puso fin a los omeyas y establecieron la capital en Bagdad. Se convirtió en uno de los principales centros de la civilización mundial (786-809) pero a partir del siglo IX, el califato se vio sacudido por sublevaciones y dificultades internas que, poco a poco, fue minando el régimen. En el año 836, la capital pasó a Sãmarrã. En el siglo XI, los turcos selyúcidas (pueblo de los uguz) se hicieron con el poder real, y los abasíes pasaron a desempeñar únicamente el papel de líderes religiosos.
(40) Pueblo que ocupa la parte septentrional y sahariana africana. Se constituyeron muy pronto en tribus independientes, unificadas durante algún tiempo (200 a. J.C.). Bajo la influencia musulmana se convirtieron al Islam (siglo VIII) pero conservaron su espíritu de independencia, sublevándose muchas veces contra las dinastías árabes. Del siglo XI al XV los bereberes fundaron incluso su propio imperio.
(41) Los almorávides surgieron como seguidores de la doctrina de Ibn Yãsin. Su sucesor —Yusuf Ibn Tasfin— conquistó Marruecos y todo el norte de África. Llamado por los reyes de taifas acudió a la península Ibérica, derrotó a Alfonso VI en la batalla de Sagrajas (1086) y retornó a África. Posteriormente depuso a los reyes taifas y unió al-Andalus a su imperio, excepto Valencia y Zaragoza. El reinado de su hijo —‘Alï— se caracterizó por iniciales éxitos militares pero, después, fue vencido por Alfonso I el Batallador. Su sucesor fue desplazado de África por los almohades.
(42) Se asentaban, en un principio, en el Gran Atlas, invadieron el norte de Marruecos (1130-1163). La expansión almohade en España se inició en el año 1147, ocuparon Murcia, con posterioridad Sevilla. En 1195, derrotaron a Alfonso VIII en la batalla de Alarcos pero en las Navas de Tolosa sufren una gran derrota y se inicia la disgregación de su imperio. Los últimos núcleos levantinos y andaluces: Mallorca, Valencia, Córdoba, Sevilla pasaron a dominio cristiano con Jaime I el Conquistador y Fernando III el Santo.

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